Cuando escuchamos las palabras radiación, sustancia radiactiva o radioactividad, generalmente vienen a nuestra mente imágenes de las bombas atómicas y sus consecuencias. En el mejor de los casos, a veces también pensamos en los rayos X, en radiografías e incluso en Madame Curie, pero es poco probable que asociemos esas palabras con hechos y fenómenos naturales.
Sin embargo, la desintegración radiactiva o radioactividad forma parte de la naturaleza y, por ello, ha estado presente en la evolución de nuestro planeta y en el ciclo de la vida. Éste es un proceso en el que los átomos de algunos elementos -llamados elementos radiactivos- liberan energía através de partículas o mediante radiación electromagnética, provocando que se desintegren o se transformen en otros elementos. La radiación natural a la que estamos todos expuestos, proviene principalmente de tres fuentes:
De los isótopos radiactivos presentes en la corteza terrestre. Su incidencia en un lugar determinado, depende del tipo y cantidad de rocas que estén ahí.
De la radiación cósmica que procede del espacio exterior, misma que varía según la altitud sobre el nivel del mar.
De los isótopos radiactivos que forman parte de los seres vivos, entre ellos el carbono 14, cuya cantidad depende de la edad y de la dieta.
Por su parte, el ser humano ha producido una cuarta fuente de radioactividad, inducida o artificial, al descubrir y estudiar las propiedades radiactivas de algunos elementos químicos. Ésta la ha utilizado a su favor en numerosos y diversos ámbitos, resaltando de manera destacada las aplicaciones en el campo de la medicina, ya sea para emitir diagnósticos o bien en el tratamiento de diversas enfermedades. Sin embargo, desgraciadamente, también la ha incorporado a sus recursos bélicos.
Los átomos que constituyen a los elementos químicos tienen un núcleo en el que se encuentran los protones de carga positiva y los neutrones sin carga eléctrica. Alrededor del núcleo giran los electrones cuya carga es negativa. Cada elemento químico tiene propiedades que lo distinguen de los demás dependiendo de su estructura interna, es decir, dependiendo del número de partículas con carga eléctrica de sus átomos y de la forma en que los electrones están distribuidos en los diversos niveles u órbitas.