Introducción
Actualmente se aproximan a 15 millones los extranjeros establecidos legalmente en la Unión Europea, de los cuales 5 millones provienen de países integrantes de la propia Unión, y los restantes 10 millones proceden de países que no son de dicha organización internacional: 41% de éstos son europeos no comunitarios; 15% son turcos; 27% son de origen africano y 8% de América.
Lo anterior nos lleva a otra apreciación estadística: resulta que 4 de cada 100 personas que viven actualmente en la Unión Europea son extranjeros, aunque las diferencias entre los distintos países son importantes. Por ejemplo, mientras 30% de la población de Luxemburgo es integrada por extranjeros, en Alemania, representan apenas el 7% de sus habitantes.
En la actualidad, llegan a la Unión Europea dos grandes flujos migratorios claramente diferenciados:
- El primero proviene de Rusia y de los países del Este de Europa (Comunidad de Estados Independientes, CEI);
- El otro llega de los países del norte de África.
- Y el tercer flujo, aunque de menor importancia, lo integran asiáticos y latinoamericanos.
Causas de las migraciones
El desarrollo logrado durante la época de oro, posterior a la Segunda Guerra Mundial, comenzó a frenarse a principios de los setenta y cayó en crisis en los ochenta. ¿Las causas? Las guerras, la recesión económica y la deuda.
Las altas tasas de natalidad en los países subdesarrollados provocaron la existencia de una población sin empleo que acudía a los mercados de trabajo, donde generalmente no encontraba ni el trabajo ni la remuneración que necesitaba. En ciertos casos en los que existían antiguas relaciones de suministro de mano de obra, como entre México y los Estados Unidos o entre los países del norte africano y Europa, la emigración del sur hacia el norte se incrementó notoriamente.
A la caída del esquema económico propio del Estado benefactor se inició la puesta en marcha de otra política económica: el neoliberalismo.
Las políticas derivadas de organismos económicos internacionales como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, lo mismo que la implantación del neoliberalismo en cada país, contribuyeron al desempleo y la crisis en los países africanos, tanto como la crisis económica en que cayeron los antiguos países socialistas de Europa, incluida la URSS.
Hay otro fenómeno sumamente importante: el crecimiento desigual de la población.
Lee con atención el siguiente texto:
Desigualdades demográficas
Un estudio reciente sobre “población y seguridad” indica que, puesto que los territorios del globo están muy divididos entre gobiernos estables que controlan sus propias fronteras, la magnitud de la emigración es –y será- mucho menor que hace un siglo. Si por un lado está claro que en la actualidad los países hacen mayores esfuerzos para restringir la emigración –y en algunos casos para evitarla-, no es probable que pueda disuadirse a los emigrantes desesperados. Ni la estadounidense Ley de Inmigración y Naturalización de 1986, ni las patrullas a lo largo de la frontera mexicana han evitado el flujo hacia el norte de emigrantes, que de nuevo han superado con creces el millón anual. En julio de 1991, bajo la presión de una población local resentida, un incómodo gobierno francés anunció una serie de medidas más estrictas para reducir la inmigración ilegal, incluyendo el flete de aviones para deportar a los emigrantes. Pero con los dirigentes de la oposición de derechas denunciando “el ruido y el olor” de los 4 millones de inmigrantes, en su mayoría árabes, y los propios ministros del gobierno admitiendo la dificultad de aceptar más recién llegados, cuando el país cuenta con un índice de desempleo del 9,5%, la controversia produjo la impresión de que Francia había perdido el control de sus fronteras. Es más, en toda Europa occidental aumenta el temor de que las leyes de la Comunidad Europea, que permiten la migración interna y la residencia, reduzcan el control de sus naciones miembro en lo que atañe al influjo migratorio de otros Estados de la misma Comunidad, reduciendo así su capacidad de detectar inmigrantes ilegales.
En la actualidad, hay cerca de quince millones de hombres, mujeres y niños en Europa central y el sudeste asiático viviendo en campamentos a la espera de poder ir a algún sitio. Aunque ellos y los que ya están en camino vía México y Turquía puedan encontrar obstáculos, muchos lo están logrando. A menudo son ayudados y cobijados por parientes que ya han hecho el viaje. Además, como veremos, están cada vez más estimulados por la revolución de la información, lo cual significa que “la gente ahora, aunque sea muy pobre, sabe cómo se vive en otras partes del mundo” y pretende llegar hasta allí por tierra, mar y aire.
Estos factores de empuje del superpoblado mundo en vías de desarrollo se combinan con el factor de atracción del declive demográfico de las sociedades más desarrolladas. Hoy, como en el pasado, existen “miles de millones de campesinos y ex campesinos resueltos y deseosos de trasladarse a lugares que poblaciones urbanizadas más ricas han dejado libres”. Cuando las familias más acomodadas del hemisferio norte deciden individualmente que es suficiente con tener sólo uno, o como mucho, dos hijos, quizá no reconozcan que en cierto grado están dejando libre un futuro espacio (es decir, trabajos, zonas urbanas, segmentos de población, segmentos de preferencia del mercado) a grupos étnicos con un crecimiento más rápido, tanto dentro como fuera de sus fronteras nacionales. Sin embargo, eso es lo que están haciendo.
Por lo tanto, es improbable que los mayores esfuerzos por controlar la migración consigan tener éxito frente al importante desnivel de los equilibrios demográficos globales. Quizá la estadística más apremiante de todas sea la que muestre que, si bien las democracias industriales representaban más de la quinta parte de la población de la Tierra en 1950, en 1985 descendieron hasta representar la sexta parte, y se prevé que se reduzcan a menos de una décima parte en el año 2025. Hacia esta fecha, dos de las democracias industriales (Estados Unidos y Japón) estarán entre los 20 países más poblados, mientras que el resto de ellas será considerado casi como “pequeños países”. Esta disminución relativa en el porcentaje de la población mundial plantea a las democracias industriales su mayor dilema de los próximos treinta años. Si el mundo en vías de desarrollo consigue elevar la producción y los niveles de vida, la proporción de Occidente en la producción económica, el poder global y la influencia política descendería marcadamente, sólo por la fuerza de los números. Ello, a su vez, ha planteado la interesante pregunta de si los “valores occidentales” (cultura social liberal, derechos humanos, tolerancia religiosa, democracia, fuerzas del mercado) mantendrán su posición imperante en un mundo abrumadoramente poblado por sociedades que no han experimentado los supuestos racionales, científicos y liberales de la Ilustración. Ahora bien, si el mundo en vías de desarrollo permanece atrapado en la trampa de la pobreza, los países más desarrollados se verán asediados por decenas de millones de emigrantes y refugiados deseosos de residir entre los prósperos pero envejecidos habitantes de las democracias. De un modo o de otro, es probable que los resultados provoquen malestar en la sexta parte más rica de la población del planeta, que en la actualidad goza de unas desproporcionadas cinco sextas partes de su riqueza.
Este problema de los desequilibrios entre sociedades más ricas y más pobres conforma el telón de fondo de otras importantes fuerzas que están obrando a favor del cambio. Paul Kennedy, hacia el siglo XXI, Barcelona, Edit. Plaza Janés, 1995.